Las manos de Lidia

Aquel que considere la manicuría una profesión banal desconoce la verdadera naturaleza de la actividad. 

Después de 28 años de trabajar con las manos de la gente he llegado a comprender la profundidad del vínculo que puedo establecer con mis clientes y he refinado el arte de conocer a los dueños de esas manos.

Casi que podría leer el destino de cada uno de ellos, y no a través de la quiromancia sino de algo mucho más sutil, la lectura de la totalidad de la persona.

He visto, por ejemplo, individuos que parecen frágiles con manos fuertes, descifré la naturaleza inquieta de algunas manos detrás de una aparente calma. He tratado uñas enfermas de inseguridad y miedo y abordé uñas excedidas de longitud, sofisticadas y frívolas en mujeres que también los son. Debo reconocer que no son sólo las manos sino también, muchas veces, las dueñas de ellas las que me revelan sus más profundos secretos.

Está la mano complaciente y débil que se somete a cualquier designio que la vida le proponga, me pide el color que esté más de moda, porque no se atreve a contradecir a la sociedad y le importa el qué dirán. 

La mano contestataria, rebelde que apenas quiere ser mirada y se refugia en un esmalte incoloro. 

La mano indiferente de quién me dice: “cualquier color me da lo mismo” y la mano indecisa a la que le cambio tres veces el color para después partir llena de dudas. 

Está la mano inútil que sólo sabe holgazanear y no tiene ni un solo signo de aprendizaje y la mano incansable, agotada de tanto hacer y trajinar, curtida, desgastada por los elementos. 

Enfin…manos, manos, y hu manos, o sea aquello a lo que están conectadas y las define.

Como dije al principio, después de 28 años de profesión es poco lo que se escapa a mi percepción de la historia de una mano. 

Una mano que tomo entre las mías y examino con cuidado para desentrañar su misterio. Una mano que lavo, pulo masajeo y pinto para expresar su mejor versión. 

Por eso nunca pensé que podía sucederme lo que me sucedió con Lidia.

Sus manos fuertes y nobles, con uñas grandes y saludables, venían a visitarme cada semana y yo, que me creo tan experta, no sospeché que se marchitaban.

Hubo señales, lo sé. Todos las vimos, pero nadie supo interpretarlas.

La última manicura si mal no recuerdo, fue un jueves. Cuando me dio la mano estaba temblorosa y fría. Le pregunté por los chicos, sus dos varones de 4 y 6 años, y no me contestó. Parecía ausente mirando el vació. Recuerdo que le pregunté acerca de esa pequeña mancha azul en el párpado, pero fingió no escuchar la pregunta. 

Parecía atrapada en un diálogo interno. Cuando le consulté de qué color quería las uñas volteó el rostro hacia mí y me miró con tristeza.

-Un color claro. A él ahora le molestan los colores rojos. Me dice que son de puta – y sonrió resignada.

Yo entendí. Le puse el rosa Dior número 3. Combinó de manera hermosa con su tono de piel, pero ella no le prestó atención. Parecía que todo le daba igual.

Cuando se fue sentí el impulso de seguirla, de decirle que, si tenía algo que contar podía hablar con confianza, que quizás yo la pudiera ayudar. Pero había otra clienta esperando impaciente y la jefa mirando inquisidora el reloj y no me pude ausentar de mi puesto de trabajo. 

La dejé ir, pero mis 28 años de manicura me decían que algo malo podía pasar.

Y pasó. La vi al día siguiente en las noticias. 

Me quedé llena de rabia, culpa y dolor. Porque sus manos, que eran fuertes y seguras y sus uñas con el rosa Dior número 3, no le alcanzaron para defenderse de su agresor.

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