Que la bruma envuelva y devore todo en otoño no es una rareza. Asomarse a la ventana una mañana de Mayo y encontrar que no hay árboles ni cielo, ni siquiera pájaros o farolas, es lo esperable en esa época del año.
Lo sorprendente es encontrar un día cualquiera, incluso de verano, el interior de la casa invadido por la niebla. No percibir con claridad bordes, límites y sobre todo, no encontrar al otro que hasta ayer fue tu compañero.
Entre nosotros se interpuso la bruma, la más fría, la más densa.
La casa es ahora una torre de Babel donde habitan sólo dos personas que hablan diferentes idiomas. Dos personas solas y solitarias compartiendo la mesa de la cena en el silencio abismal que sólo puede producir la niebla, que amortigua los sonidos, que nubla los sentidos. Tu mundo y mi mundo envueltos en esa densa neblina otoñal, día tras día. Una bruma que nos impide vernos y nos transforma en desconocidos que vagan a tientas por la casa.
Algunas veces dejaste pistas que me hablaban de vos. Por ejemplo, una vez encontré la etiqueta de una prenda nueva que no sabía que habías comprado. Me sorprendió ver que era dos tallas más de lo acostumbrado ¡Hacía tanto que no te veía con claridad que no me di cuenta cuánto habías engordado! Otro día dejaste en el baño tu peine con un mechón enredado. Nunca noté que te estabas quedando calvo.
En otro momento me sorprendió ver la cantidad de folletos de viajes que coleccionabas. Tenías aspiraciones de viajero que ignoraba por completo. Quizás me las habías transmitido en ese extraño idioma que hablabas. No sé, no lo recuerdo.
Hubo días en que me dedicaba a mirar fotografías que me recordaban la belleza del pasado. Ese pasado que compartimos y quizás no supimos apreciar porque ignorábamos cuán precioso era lo que teníamos y nadie nos había comunicado que podíamos perderlo. Imágenes de miradas amorosas que cruzaban el espacio hasta encontrarse en un chispazo sensual que nos unía. O la caminata por una playa, tomados de la mano, donde el fotógrafo captó, en una puesta de sol, la magia del tesoro de amor que había en nuestros corazones.
¿Cuándo y como entró la niebla? Te lo quise preguntar, pero no te encontré. Quizás fue cuando se distanciaron nuestros intereses. A vos se te daba por cantar, a mi por la poesía. Desarrollaste el gusto por las largas caminatas y yo me dejaba abrazar por el sofá que, con tanta obstinación, me retenía. Querías comer algo caliente y yo, inapetente, me conformaba con una manzana. Abrías las ventanas porque decías que hacía calor y yo tiritaba de frío. Te levantabas al alba mientras yo remoloneaba hasta el mediodía. Querías viajar a Manhattan y yo perderme en una selva de árboles y enredaderas.
Y así nos separó la bruma. Poco a poco sin que nos demos cuenta.
No sospeché nada. Cuando digo nada es nada. Como el vacío absoluto, la nada total porque, de alguna manera muy extraña, todo parecía normal.
Porque (eso pienso ahora) cuando la bruma entra de a poco no alcanzamos a verla y las cosas se esfuman lentamente como en un acto de magia en el que no llegamos a adivinar cuál es el truco del mago.
Hasta ese día. Ese día en el que de golpe y sin previo aviso, la bruma se disipó.
Ese día en que preparaste todo para ir a trabajar y, en lugar del maletín, te fuiste llevando una maleta.